
Bajo el pleno ajetreo de los exámenes finales del tercer año de la
carrera, y justamente marcando las manecillas del reloj las 5:27 pm, se
encontraba “ella”. Ahí, precisamente frente a los laboratorios…
meditabunda y nerviosa en ese banco donde pocas veces se sentaba, porque
le apetecía más permanecer cerca de “él”, -en el último peldaño de las
escaleras del tercer piso- compartiendo juntos cada pedacito de
silencio, cada susurro arrebatado al viento, cada mirada perpetuada en
el alma, cada sonrisa secuestrada a la felicidad y hasta ese inmenso
deseo de permanecer juntos. Simplemente porque mientras permanecían
juntos, no necesitaban inventarse motivo alguno para encontrarle sentido
a la vida.
La tensión, de a poco aceleraba el latir del corazón y
en pleno desespero de encontrar por medio –como espina de pescado
atravesada en el gaznate- una sola asignatura pendiente, por desgracia,
la peor y más compleja… vamos, la más temida por todos, algo así como
los famosos cálculos impartidos en las universidades de ciencia, no le
dejaban de otra que anular cualquier planificación existente y
proponerle a la amiga, pasar juntos, “ella”, “la amiga” y “él”, el resto
del día –dicho sea: la noche- estudiando Bioquímica. Desde luego, “la
amiga” entrecortada por el estrecho vínculo establecido entre “ella” y
“el” –algo a lo que hasta el momento, solo ellos estaban ajenos, o en el
mejor de los casos, creían estarlo- titubeaba ante un sí que pudiese
hasta ser tergiversado y utilizado como excusas para permanecer juntos
inmortalizando el tiempo.
Las manecillas continuaban girando en escala
ascendente, descontándole tiempo al tiempo… y permanecer en aquel banco
como que no era muy conveniente. En medio del preámbulo, ya casi con
itinerario y dosificación de por medio, se percatan que “ella” bien
podría disponer de las pertenencias de “la amiga” para vestir al día
siguiente… pero “él”, como que no se vería muy masculino luciendo un
Jeans a la cadera y una blusita de tirantes. Así que mientras ellas se
proponían llegar a casa de “la amiga”, “él” se dirigía a la suya –en
dirección opuesta a la tomada por las chicas- dispuesto a ducharse,
vestir ropa limpia y recoger una muda que usar al día siguiente.
El viaje –ida y vuelta- duró menos de lo previsto,
incluso, anteponiéndosele a un mal tiempo que se le venía encima y al
desconocimiento de la posición exacta en la que se encuentra ubicada la
casa. Bastó solo un instante, en el que “él” tocaba a la puerta, para
que “ella” saliese corriendo del cuarto y “la amiga” corroborara la
hipótesis de cuán intensos serían los estudios. Por un instante, era
tanto el asombro ante el deslumbrante rostro que se le avalanchaba
encima, que no alcanzó a vislumbrar los padres de “la amiga”
contemplando perplejos tanta alegría. Qué pena… –me comentaba más
tarde-.
Luego llegaron las presentaciones y entre cordiales
saludos se tomaron alrededor de quince minutos –justo el tiempo que se
tardaron los padres en regresarse a la habitación- para sentarse a la
mesa; “ella” justamente frente a “el”, y “la amiga” a un costado de
“ella”. Comenzaban a crujir los primeros ojeares de las libretas y entre
libros abiertos emergían dudas que por el camino se las arreglaban para
aclarar. Durante los primeros treinta minutos permanecían enfrascados,
de a lleno, en cada apunte, en cada detalle que les explicaba “el”
–alumno ayudante, ya diestro en la materia-. Luego, bien puede que: por
comodidad, por placer o por el simple hecho de sacarle de sus casillas,
“ella” –a modo de quien permanece en reposo por tener una pierna
completamente enyesada- decide extender la suya por debajo de la mesa y
situarla justamente entre las dos de “el”. Menuda sorpresa… cuando entre
tantas explicaciones se encontraba a tientas con esos pies desnudos
acariciándole –sana y sin morbo alguno- sus entre piernas.
Ahora sí comenzaba a cumplirse la profecía de “la
amiga”… lo que comenzó como una ardua y extenuante tarea, se
transformaba en el más fascinante de los atrevimientos. Al menos para
ellos -“ella” y “el”- el estudio se volvía más ameno entre caricias y
sonrisas envueltas en miradas que dejaban al descubierto, un gigantesco
TE AMO. A intervalos entrecortados reaparecía la madre de “la amiga”
brindándoles jugos que les ayudasen a refrescar en la cálida noche, y
advirtiendo desde la distancia cuánto de atrevido en aquel titubeante
deleitar. Qué pena... –me comentaba una vez más- por suerte había –entre
cualquier mirada y aquel suceso- una mesa y un mantel de por medio.
A altas horas de la noche… ya entrada en la madrugada
del sábado 28 de junio del 2007, –día del examen- se les hacía tan
irresistible el sueño, que era casi insoportable mantener los ojos
abiertos y entender los apuntes al mismo tiempo. Ante aquella
situación, las chicas se disponen a colar un poco de buen café, mientras
“él”, aprovechaba el respiro para enjuagarse la cara e intentar hacerle
alguna trastada al cansancio. Transcurrido el tiempo justo comenzaba a
sentirse ese inconfundible aroma que embobece a cualquiera pero que
despierta hasta los muertos, el crujido de un ebullir que anunciaba el
primer buchito y una dulcificante e instantánea voz que decía: “el café,
con espumita”.
“El”, continuaba perplejo ante tanta belleza
concentrada en un mismo rostro, a medio escabullir entre un chor, una
blusita de tirantes -todo color rosado- y una hermosa sonrisa capaz de
alumbrar el universo. Así que nada, en ningún momento se le pasó por la
cabeza llevarle la contraria… a tomar “café con espumita” se ha dicho.
Exactamente, ninguno ha podido recordar cuántas coladas de café se
hicieron, pero les queda claro que las tazas de café –todas con
espumita- eran consumidas como vaso de agua fría en pleno verano.
Pasadas las 3:30 am, ya ni ahogándose en café
dejaban de ser vulnerables al sueño, a las incoherencias de cada
tropiezo y hasta el error de algún que otro contenido, para entonces, ya
vencido… Una vez recogido todo el reguero sobre la mesa, se disponen a
cepillarse e irse a la cama en el intento de apaciguar un poco al sueño,
mientras se percatan que apenas les quedaban 4:00 horas para reabrir
los ojos y enfrentarse -por separados- a la realidad deparada por aquel
examen… Tanto el cansancio como el sueño eran abismales, más entre ellos
(“ella” y “el”) tal parecía evidente la presencia de algo sobre natural
que no les permitía dejar de conversar el uno con el otro. Puro ruido
alterno para los oídos de aquella pobre “la amiga” que no paraba de
implorarles un poco de vacío en susurros de un: “por favor, acaben de
hacer silencio y no jodan más”. Fue tanta la insistencia que terminaron
dándose por vencidos y entregándole los parpados al mismísimo enemigo a
quien hasta el momento mantenían al margen con unas (x 10n) tazas de “café con espumita”.
El reloj, tal parecía de momento pero como que bien apurado,
cuando tardaron menos en abrir los ojos –por culpa del bendito
despertador- que en quedarse dormidos un par de horas antes. Ya el sol
asomaba en la ventana cuando “la amiga”, dispuesta a acabar con aquella
pesadilla que les mantuvo gran parte de la noche despiertos, se disponía
a vestirse, cuando tuvo que regresar corriendo al baño por una
insoportable urgencia que no podía esperar. Tras lo ocurrido “ella”
abría los ojos de un zarpazo y como quien no creía lo que estaba
pasando, comienza a reír desconsoladamente mientras sentada sobre el
estómago de “el” –quien aún permanecía acostado- no se cansaba de
repetir: “eso es mentira, ella (“la amiga”) está bromeando”.
Ya de regreso, es “ella”, quien tras lanzarse de la cama -como
quien corre porque se le va la guagua, o se le queman los frijoles-
comienza a quejarse de un insoportable dolor de estómago. Ahora, era
“el” quien no cría un tantito así lo que estaba ocurriendo y se tomaba
aquello como una burla ante lo sucedido a “la amiga”. Pero para su
desconcierto, no tardó mucho en comprender, luego de haber puesto los
pies en el piso, que ambas situaciones eran total y absolutamente
ciertas… porque justamente “el” comenzaba a sentir lo mismo.
La amiga –algo que mal humorada por el malestar y el sueño que le
hinchaba el rostro- no hacía otra cosa que preguntarle, qué rayos le
había echado al “café con espumita”??? “Ella” no hacía más que reír y
quejarse un poquito por la incomodidad del malestar. Luego del desayuno
las cosas comenzaron a mejorar para ambas favorablemente… en cambio para
“él” la historia tomaba otro rumbo con unos cólicos, de los cuales,
aún a estas alturas no quisiera recodar. Tardaron poco en salir rumbo a
la escuela, y cuando llegaron apenas les quedaban unos minutos para
verificar algún apunte y desearse -una a la otra- mucha suerte.
Noventa minutos tardaron en salir ilesas de aquel martirio, en el
que “él”, no permanecía tranquilo en medio de tanto retorcijón
estomacal. Ahora “ella” salía corriendo, eufórica, entre alumnos por los
pasillos y en pleno desparpajo se le lanzaba al cuello, al de “el”, con
la mejor de las noticias: “aprobé…” y sin más, una desconcertante
pregunta:
- ¿Nos vamos?
- ¿Pero de regreso a Santa Fé?
- No tonto, -respondía “ella” con apenas un susurro- a un lugar donde solo estemos tú y yo…
- Pues claro… reflexionaba “él” para sus adentros.
Ambos (“ella” y “él”) estaban claros del lugar al que deseaban ir…
solo les bastó la caricia de una mirada, para tras despedirse de “la
amiga”, salir rumbo a la Concha. Para quien no la conozca, una playa del
territorio Norte de la Habana, pero que tan deteriorada como para que
generalmente –en aquel entonces- siempre estuviese cerrada al público
por peligros de derrumbe.
Aquella mañana, todo era perfecto… una excelente nota, el aire
fresco que en un ayer despeinaba a la Pilar de nuestro José Martí, la
melodía de las olas que se filtraba entre los muros para llegar a sus
oídos, la arena que les anunciaba la cercanía del mar, el rose de los
dedos de la mano de uno a punto de entrelazar la mano del otro y hasta
ese cómplice que hallaron en un hoyo por donde colarse. Sin dudas, ya
estando dentro corroboraron cuánto estaba por derrumbarse en aquel
lugar... más a “él” solo le quedaba claro, cuánto (“ella” y “él”)
podrían construir juntos.
En medio de tanto asombro, comenzaban a apreciar lo difuso de
aquellas edificaciones en ruinas ante la bella mar que tenían por
delante, el viento que dejaba de soplar para dar solo margen al susurro
de sus voces, el aroma del salitre que inexplicablemente dejaba de
existir para inundar el espacio con la esencia de “ella”, e incluso, lo
lento que giraban las manecillas de ese reloj –quizás, algo cansado-.
Pero estaban juntos… y al menos por el momento, eso les bastaba para
sonreírle a la vida… para contemplar que el tiempo se anclaba de a lleno
en el mismísimo instante en el que sus labios desafiaban justamente,
contradiciendo a la razón –“(1+1=1)” de Ricardo Arjona- con sabor a
“café con espumita” de por medio.
A estas alturas, “él” continúa creyendo que todo fue solo un sueño…
en el que detrás del pellizco, “ella” desaparecía sin más y en su
ausencia dejaba ese inmenso vacío en el que no logra encontrarse. Desde
entonces, “el” no deja de tomar cuánto buchito de café se le cruza por
delante… con la remota esperanza de encontrar en alguna taza, residuo de
sus labios, aunque para entonces, ya estos no sepan a “café con
espumita”…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario